Durante el cambio del siglo, tanto gobernadores como grupos
particulares se esforzaron por transformar la organización política, la
economía, la sociedad, la fisonomía y el espacio de la ciudad de México, así
como las ideas, la sociabilidad, las costumbres, los hábitos e incluso la
vestimenta de sus habitantes.
Es decir, la urbe se
convirtió en el punto de los anhelos modernizadores o el patio que eligieron
para implementar las instituciones, las experiencias y las prácticas que
consideraban como modernas, pues deseaban que la capital se convirtiera en vitrina
de progreso de la nación.
Con el fin combatir los problemas a los que se enfrentaba
las grandes ciudades se adoptaron diferentes políticas, algunas dirigidas al
entorno urbano, otras a crear los hábitos de los citadinos otras a normar a los
transgresores. Dentro de ellas destacó las campañas sanitarias. Los gobernantes
y algunos grupos particulares, entre ellos los médicos, emprendieron una
cruzada por mejorar la higiene de las ciudades y de sus pobladores. Como parte
de este esfuerzo se redimieron y reforzaron las funciones del Consejo Superior
de Salubridad en la ciudad de México (Ríos de la Torre 2004, 145-146) [1], se
enviaron representantes a congresos internacionales y se organizaron reuniones
nacionales de salud y de medicina; se construyeron obras de desagüe, drenaje y
entubado; y se limpiaron las calles y se introdujeron carros que llamaban a los
vecinos con una campanilla con el fin de que acudieran a tirar se desechos; se
instalaron migitorios en las zonas más populosas, y se expidieron códigos
sanitarios, reglamentos, leyes y bandos de policía que penaban con multa e
incluso con prisión a los individuos que arrojaran inmundicias o aguas sucias a
la vía pública, y que obligaban a los rastros, tocinerías, curtidurías,
mercados y, sobre todo, cementerios, a establecerse fuera de las ciudades.
En cuanto al problema del agua, el objeto de evitar
inundaciones se empleó todo tipo de sistemas; desde colocar alcantarillados y
limpiar cañerías y atarjeas, nivelar y pavimentar calles o construir banquetas,
hasta complejas aguas de desagüe. La gente comentaba con respecto a las
inundaciones de la ciudad:
¿Es la ciudad de México un puerto de mar? Por lo menos
muchas calles se han vuelto navegables…más que coches para transitar hoy en la capital
se necesitan canoas
Éstas no fueron únicas construcciones públicas de
envergadura. Se realizaron trabajos de drenaje para transportar las aguas de
desecho de forma subterránea y evitar que la gente las respirar, aun peor, que
las bebiera. Asimismo, se construyeron tuberías para transporte de agua y abastecer
de líquido potable a los capitalinos. Estos trabajos fueron comunes en diversas
ciudades, como México, Puebla Mérida y Guadalajara. Por ejemplo, en la capital
del país la construcción del desagüe inicio en 1886 y la del drenaje en 1897;
las obras fueron sumamente costosas y exigieron más de una década de trabajo,
lapso durante el cual fueron objeto de vistas oficiales y se convirtieron en
atracción de los citadinos, que los domingos las visitaban en compañía de su
familia
De forma paralela se realizó una campaña para controlar las
epidemias y con ello reducir los índices de mortalidad, preocupación aguda en
una época en que el aumento demográfico era considerado como signo de progreso.
Se comenzaba por cercar las zonas afectadas; posteriormente la policía
inspeccionaba las casas buscando enfermos y cuando los hallaba quemaban sus
pertenencias y purificaba el aire con bombas pulverizadores. En algunos casos
se permitía que el paciente permaneciera en su vivienda, pero ésta era
clausurada y sólo se autorizaba el ingreso al médico, al sacerdote y al
notario. En otros, se trasladaba al contagio a un hospital o a una barraca; por
ejemplo, en Toluca se construyeron caserones especiales al noroeste de la
ciudad. En 1891 el Congreso de la Unión emitió el primer Código Sanitario de
los Estados Unidos Mexicanos. Este documento normativo y descriptivo estableció
los niveles de higiene y salubridad que deseaban estuvieran presentes en todos
los establecimientos productivos y comerciales, en escuelas, rastros y casas, y
también señaló la manera en la que debía ser realizada la producción, venta y
consumo de medicamentos. (Agostoni 2001a, 149-159).
Con el mismo fin de reducir la mortalidad se fomentaron los
avances de de la medicina y la llegada de conocimientos del extranjero, pues
las ciencias en general, entre ellas la médica, estaban experimentando
adelantos prodigiosos. La mayor influencia vino de Francia. En diversas
ciudades mexicanas se fundaron institutos bacteriológicos y patológicos. En
1887, tan sólo dos años después de que Luis Pasteur hubiera aplicado por
primera vez con éxito su tratamiento antirrábico en París, una comisión
mexicana se trasladó a dicha ciudad para estudiar el método y meses más tarde,
tras la fundación del Instituto Antirrábico Mexicano, se empezó aplicar la
vacuna. (Martínez Cortés 1987,114-154). También se realizó una campaña contra
la viruela. Para forzar a los padres de familia a permitir que sus hijos fueran
vacunados - pues solían esconderlos cuando se presentaban los médicos -, se
prohibió el ingreso a la escuela aquellos niños que no contaban con la vacua.
En lo relativo a la disposición
de servicios médicos, cabe señalar que los galenos se concentraron en las zonas
privilegiadas, y a pesar de que se abrieron hospitales públicos - como el
General de México o el Civil de Toluca -, o que se crearon consultorios
gratuitos para la atención de los pobres, gran parte de la población quedó
fuera de los beneficios. Es importante señalar que la proporción de la
población capitalina que efectivamente acudía a un médico o bien recibía al
médico en su domicilio, era una minoría, debido a que la batalla en contra de
la enfermedad continuaba siendo una actividad que realizaba en la casa, con el
apoyo de la familia y las amistades; en muchos casos se recurría a curanderos
no reconocidos como tales por autoridades medicas, como el caso de las
denominadas parteras “empíricas”. Además, muchas veces los posibles o futuros
pacientes no contaban con los medios económicos para pagar los medicamentos o
los honorarios médicos. Acudir al médico ocurría, sobre todo, en casos de
emergencia, como los momentos en que reinaba una epidemia, o cuando el
tratamiento recibido antes de acudir a un médico titulado había fallado.
Los sectores medios y populares
seguían acudiendo a los servicios de curanderos o hierberas, que eran más
económicos, y sólo recurrían a los médicos en caso de gravedad. Por ello los
cirujanos y farmacéuticos con título se esforzaron por desprestigiar,
descalificar y eliminar a sus rivales. También buscaron desplazar a las
parteras, cuyo servicio era muy demandado. Las mujeres acostumbraban dar a luz
en casas, pero sólo las que pertenecían a los sectores acomodados los hacían
auxiliados por un médico, pues el resto acudía a las comadronas. Lo primero que
hacían las parteras era suministrar un chocolate caliente con granos de
pimienta y aguardiente, y si el parto se complicaba solían mecerlas en un
sarape o montárseles en el vientre, además de rezar o acudir a prácticas de
brujería. Los médicos se indignaban por la superstición de las comadronas y
porque pensaban que no cumplían con las mínimas normas de higiene y que sus
procedimientos ponían en peligro a las madres y a los infantes.
Cabe señalar que en el porfiriato no existió una tarifa o
tabulador para establecer el monto de los honorarios que los médicos podían
solicitar al prestar sus servicios.
Por otro lado, al avanzar la ciencia médica se multiplicaron
los medicamentos preparados por los farmacéuticos y surgieron marcas o
productos que recorrían el mundo entero. Tan solo en la ciudad de México, el
incremento de boticas parece indicar que se trataba de un comercio lucrativo,
cuya clientela iba aumentando rápidamente.
Por ley todos los establecimientos que vendieran
medicamentos debían de contar con la presencia de un profesor de farmacia. Sin
embargo, esto no ocurría en todos los establecimientos, y en las tlapalerías y
en los mercados, sitios en los que definitivamente no existía en farmacéuticos.
Legalmente autorizado, la libre adquisición de drogas peligrosas, yerbas e
incluso de veneno era un hecho cotidiano.
Se hizo común la inserción de publicidad médica en
periódicos y revistas, y en éstos se relataban historias de pacientes que
habían sido exitosamente curados gracias al uso del producto o los beneficiados
testifican acerca de las bondades de la marca. La publicidad iba acompañada por
grabados de una buena alimentación, sobre todo en el caso de los niños.
En su afán por prevenir enfermedades, los higienistas no
sólo se preocuparon por las condiciones ambientales sino que se propusieron
incidir en los hábitos de los individuos. Se esforzaron porque lavaran sus
ropas y adoptaran la costumbre del baño. Bañarse no era práctica común; por el
contrario, era exclusiva de los grupos privilegiados, que los hacían
mensualmente, en el mejor de los casos, de forma semanal. Así, los miembros de
las clases populares conservaban la cruz de ceniza en la frente muchos días
después del miércoles en que se les había sido aplicada, o las ropas de una
parturienta podía servir como prueba en los procesos penales de aborto o de
infanticidio semanas después de haberse cometido el crimen, pues la mujer
seguía usando, sin haberlas lavado, las prendas que portaba el día y que no
había quitado al dar la luz. En manuales de higiene, en las revistas dirigidas
a la familia e incluso en las aulas, se difundió la idea de que lavar el cuerpo
y la ropa era requisito para la salud. La falta de baño se debía principalmente
a la carencia agua en la vivienda o la escasez de establecimientos públicos que
ofrecieran este servicio. En 1901 la capital contaba tan sólo con treinta baños
públicos, uno por cada 12, 000 o 15, 000 habitante; pero además, no estaban al
alcance de todos
Asimismo, frente a la costumbre del baño por inmersión
existía una serie de resistencias y prejuicios. Por ejemplo, se creía que los
recién nacidos no debían de bañarse pues era peligrosos quitarles las costras
que se les formaban en la cabeza. Incluso en las revistas dirigidas a la
familia, que eran portavoces de la campaña higienista, se publicaron varias
prevenciones o consejos para los bañistas. Por ejemplo, desaconsejaban el baño
a los individuos con problemas cardiovasculares. Incluso los médicos pedían
cierta precaución, lo cual se reflejaba en los manuales de higiene. Por todo lo
anterior, el baño sólo comenzó a generalizarse en las postrimerías del
porfiriato. Junto a esta nueva costumbre se multiplicó la oferta de productos
para el lavado personal, como jabones para el cuerpo y el cabello, dentífricos.
Pasando a la problemática social, se hacía necesario adoptar
una política adecuada en lo tocante al tratamiento de los grupos marginales.
Para aliviar el problema de los menesterosos se adoptó un sistema mixto de
beneficencia. Como parte del proceso de secularización, los primeros regímenes
liberales habían buscado eliminar la asistencia a cargo de la Iglesia, e
incluso la sostenida por particulares, pues deseaban que fuera tarea del
Estado. Sin embargo, el gobierno porfirista no pudo o no quiso asumir este
compromiso y permitió que prosiguiera la asistencia privada. Así, algunos
establecimientos hospitalarios o casas de beneficencia eran auspiciados por los
gobiernos federal o estatal, o por los ayuntamientos, otros eran atendidos por
comunidades religiosas por particulares. Entre los grupos religiosos destacan
las recién creadas congregaciones de vida activa que adoptaron el modelo de las
Hermanas de la Caridad, por ejemplo, las guadalupanas o las josefinas,
consagradas a la educación, al cuidado de enfermos y a la atención de necesitados;
entre los particulares cabe mencionar la acción de las damas reunidas en las
Conferencias de San Vicente, o de filántropos como el fundador del Asilo de
Mendigos y de las Arrepentidas.
Las acciones higiénicas también llegaron a las diversiones
no santas como fue el caso de las prostitutas y los burdeles. La prostitución
estuvo estructurada de acuerdo con un mercado activo y competitivo, donde las
tarifas fueron definidas no sólo en función del tipo de servicio que se
ofrecía, sino también de atributos como belleza, edad, clase social y tipo
étnico. La combinación de todos estos factores daba a la ley de la oferta y la
demanda una serie de posibilidades. Existieron las categorías del trabajo de
las prostitutas y de las instalaciones donde éste se desempeñaba, claramente
diferenciado por el Consejo Superior de Salubridad.
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